Sostengo entre mis manos un viejo
reloj de arena y me descubro desvelando, ocultas en él, una suerte de alegorías
que me hacen pensar que su forma no es fruto de la casualidad.
El cristal, como símbolo de la fragilidad de
la existencia, de la transparencia del alma, de la vulnerabilidad que todo ser
presenta ante el paso del tiempo.
La arena, como expresión inequívoca
de las múltiples posibilidades que nos ofrece la vida, desplegadas en un
abanico infinito de piezas independientes, pero que necesitan unas de otras
para sostenerse.
Los bulbos de vidrio, uno cargado de experiencias,
otro de posibilidades, como expresión material del pasado y el futuro, en una
relación eterna e indisoluble, en una herencia emblemática de vivencias, que
son proyectadas hacia el mañana disfrazadas de aprendizaje.
El estrechamiento, como recordatorio innegable
de la existencia de un tiempo para todo, pero como demostración absoluta de que
cada cosa sucede en su momento… primero un grano, después otro… Hay orden, hay
concierto; hay libertad, pero hay criterio…
El ocho, el infinito, la
intemporalidad del tiempo…
Y es que, en definitiva… tiempo, todo
es cuestión de tiempo…
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